No terminé la universidad.
Ni si quiera terminé el primer curso.
Un problema administrativo con las cuentas bancarias de mis padres me provocaron la denegación de la beca y la solicitud de un pago de matrículas por un importe que no tenía.
Como resultado, lo dejé.
Bueno… a medias. Lo dejé en parte porque ví que todo era mucho conocimiento difícilmente aprovechable, salvo un par de asignaturas, y porque ya me picaba el culo para montar mi primer negocio, tirarme al ruedo y dejarme de cosas prescindibles.
Era la primera promoción de la Licenciatura de Administración y Dirección de Empresa, y dos asignaturas eran mis predilectas.
La primera, optativa de 4 nivel, Dirección Estratégica. Aquello era glorioso.
La segunda, introducción a la economía, una asignatura de la que desgraciadamente he olvidado el Apellido del profesor, Carlos de nombre, y ya tristemente fallecido.
Del mismo modo que las horas de método matemático y contabilidad eran interminables, las de Economía y Estrategia parecían ser de apenas diez minutos.
Ahora, treinta años más tarde, recupero algunos libros de apuntes de aquellos tiempos, y me encuentro con el inicio del temario de Introducción a la economía.
Se me ponen los pelos de punta cuando leo la contundente y demoledora primera frase con la que inició el temario aquel profesor, y que todos apuntamos casi al dictado.
Simplemente te la dejo, porque con pocas palabras, deja una profundidad suficiente como para ser el eje sobre el que gira todo el márketing.
Nada más. Hasta luego.
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